Wednesday, November 02, 2005

Cambio de look



La importancia exacerbada que se le atribuye hoy a la perfección física importa una cierta histeria colectiva y una grave confusión de valores culturales. El tema lo analicé ayer en mi columna de Diario El Sur.

Hace algunos días, Jorge Edwards comentaba el hecho -extemporáneo, tal vez, pero no inmerecido- de que lanzaran en París la edición francesa de uno de los clásicos del vilipendiado repertorio escolar chileno, "El niño que enloqueció de amor", de Eduardo Barrios. La "puesta en valor" (mise en valeur) es un ejercicio cien por ciento francés, que aquí deberíamos practicar de vez en cuando. Eduardo Barrios se suma a otro "hallazgo" más o menos reciente de los galos: Francisco Coloane, proveniente del mismo repertorio.

Más allá de la basura intelectual denunciada por Sokal y Bricmont, que por fortuna excluyó a Roland Barthes, podemos fiarnos del gusto literario francés. No es improbable que, pese al olvido en que la tenemos, la vieja literatura chilena goce de mejor salud que la actual. Es una generalización monstruosa, lo sé. Pero los franceses nos están diciendo algo, tal vez que tipos semiolvidados como Eduardo Barrios, Augusto D`Halmar, Fernando Santiván, etc., más allá de los anticuados códigos narrativos que utilizaban, son el producto de un momento lingüístico muy superior al actual.

Curiosamente, siempre me pareció mejor que "El niño que enloqueció de amor" un breve cuento epistolar que en algunas ediciones figuraba como apéndice del relato central. Se titulaba "Pobre feo" y era la historia de un tipo poco agraciado, casi deforme, que se enamoraba de una chica preciosa y vital que no le daba ni la hora. Como si lo anterior fuera poco, su enamorada tenía una hermanita diabólica que se burlaba de él con cierto género de crueldad que los niños practican con la precisión de un arte oriental. La teoría de fondo del relato era aterradora, una especie de determinismo apolíneo que condenaba a los transgresores de las leyes doradas a la soledad, la melancolía, el celibato y, casi, el escarnio público y la pena del garrote.

Lo feo siempre ha sido demonizado en Occidente, como lo prueban los "Caprichos" de Goya, esos perturbadores grabados donde brujas, alcahuetas y otros personajes abominables de la sociedad dieciochesca eran cubiertos con la infamia de una fealdad intolerable. El reduccionismo de los tiempos que corren no es menos cruel: la fealdad ya no es sinónimo de maldad, sino de escasa (por no decir nula) calidad de vida.

De ahí el éxito descomunal de esos programas televisivos que podríamos llamar "de metamorfosis". Al principio todo consistía en un inocente cambio de look mediante asesorías especializadas para enriquecer el guardarropa y modificar el peinado y en ocasiones la actitud frente a la vida. Pero eso no bastó. En poco tiempo llegamos a la era caníbal del "extreme makeover". En la televisión, el tiempo real sigue siendo un recurso narrativo de uso restringido, incluso en los realities. En sólo minutos, una mujer gorda, con cicatrices de 5 embarazos, melena de león, várices de hilandera y boca semidesdentada se transforma en una Barbie de ensueño. Sólo nos muestran casos exitosos y no nos enteramos de nada de lo que sucedió entremedio, como si las intervenciones quirúrgicas fueran equiparables al yoga o a los masajes tailandeses.

No es raro, entonces, que la gente esté desesperada por cambiar de look, y que en su frenesí (y en su pobreza) recurra a cualquier carnicero de los muchos disponibles, nacionales o extranjeros.

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