Thursday, January 14, 2010

Cambio de dirección

Este blog estuvo abandonado un buen tiempo. Es cosa de ver la fecha del último post. Ya no escribo columnas en El Sur de Concepción (lugar donde ejercí la pluma cotidianamente durante más de 15 años) y, por razones que no corresponde explicar aquí, no tengo intención de volver a hacerlo. Ahora escribo sólo por el gusto de escribir y con entera libertad.
Pero lo hago en otro blog.
Los invito a visitar mi página.

Saturday, May 06, 2006

El mundo es plano

Hace algunos días, zapeando sin rumbo -y a altas horas de la madrugada- en la marea catódica, me detuve un instante en el canal francés TV5. Estaban dando algo que forzosamente tendríamos que llamar "sitcom".

No faltaba ninguno de los elementos característicos del género. Mi dominio del francés es precario, por no decir nulo, pero creí percibir alguna semejanza con la ya legendaria "Seinfeld", una que otra pincelada de "Matrimonio con hijos" y detalles de otros shows por el estilo. No mencionaría todo esto si las carcajadas grabadas, típicas de la comedia televisiva yanqui, no me hubieran provocado una sensación extraña, inconfortable, cercana a la pena.

El hecho me detonó una serie de asociaciones y recuerdos, no tan ricos, desde luego, como los de Marcel cuando moja la magdalena en el té, en el primer tomo de "En busca del tiempo perdido".

Recordé, por ejemplo, una tarde en un vagón del metro de París. La travesía hacia Gare du Nord, para comprar un pasaje de tren a Inglaterra, era tranquila; hasta que entró un ruidoso grupo de jóvenes raperos, con las típicas vestimentas de los afroamericanos marginales y la infaltable, gigantesca, estridente radio portátil al hombro. Todos parecían ser veinteañeros franceses de clase media, y trataban de rapear y bailar algo en inglés.

Recuerdo que pensé que se veían ridículos. Tan ridículos como se verían cantando y zapateando una "cueca chora".

Siempre admiré la cultura francesa, sobre todo a través de la literatura y del cine. Me parecía que los franceses -que alguna vez fueron faro de la civilización y cumbre de las letras y del pensamientoeran dueños, hasta hoy, de una cosmovisión propia y de una identidad irreductible, en absoluto americanizable. El "intelectual" -como recuerda un articulista inglés en el suplemento literario del "Times"- es una especie completamente originaria de la fauna parisina. Hay tantos, que se hizo necesario agruparlos en un diccionario. En los países de habla inglesa, en cambio, los intelectuales escasean, o tratan de pasar inadvertidos. Tienen una fuerte gravitación hacia el pragmatismo y una reticencia ancestral a las abstracciones evanescentes que tanto seducen al "homme de lettres".

Pensaba, y pienso todavía, que los franceses no necesitan hacer sitcoms con risas grabadas (y con un sentido de lo hilarante que, como se explica en "Ridicule", de Patrice Leconte, les es ajeno). Tienen sus propias tradiciones narrativas y, al fin y al cabo, una cultura colosal a la que echar mano. Pero Eurodisney ya había sido un síntoma alarmante, lo mismo que las superproducciones cinematográficas al estilo yanqui de Luc Besson.

El lado oscuro de la globalización es la monocultura, que avanza como una plaga de langostas, dejando descampados infinitos en los que construir malls y food courts. Como lo afirma el gurú de la globalización Thomas L. Friedman en su reciente libro sobre Bangalore (el Silicon Valley indio), el mundo volvió a ser plano.

Habrá que resignarse.

Luis Alberto Maira

La tiranía de las influencias

Recopilando y revisando -y, algunas veces, releyendo- bibliografía sobre Sergio Leone, me queda dando vueltas en la cabeza, entre tanto crítico ilustre lujosamente editado en Barcelona, una observación del anónimo administrador de una página web modesta pero devota: “Todo cineasta quiere ser (en algún momento, o siempre) Sergio Leone.

Todos quieren filmar primerísimos planos de rostros agrietados; todos quieren tener a un Ennio Morricone que les componga un puñado de partituras inolvidables”.

Es una verdad que cualquier cinéfilo con un mínimo de adicción puede rubricar. La prueba más reciente es la celebrada primera cinta chilena de artes marciales, “Kiltro”, que ha sido recibida por la crítica con un entusiasmo inexplicable. No sé si Tarantino fue el primero en mezclar las patadas orientales con las melancólicas guitarras y las imperiosas trompetas (que señalan el inminente encuentro con el destino) de los “spaghetti westerns”. Pero está claro que la sabrosa cazuela que el talentoso Quentin supo preparar con los recuerdos de las cintas que devoraba cuando era dependiente de un videoclub, animó a nuestro compatriota no ya a citar al maestro italiano, sino a desvalijarlo de manera indecorosa. (Recordé, tal vez por la referencia a Italia, el criticado comienzo de la novela “El péndulo de Foucault”, en que Umberto Eco roba sin asco la frase central de la narrativa borgeana: el momento en que se revela -al hablante y también al lector- el punto Aleph).

Un viejo crítico chileno fallecido hace un par de décadas solía reírse de sus colegas más jóvenes e indocumentados, que creían que el cine había comenzado poco menos que con Martin Scorsese. Lo cierto es que ni siquiera comenzó con Orson Welles, como creen los más doctos (muchos de sus trucos narrativos preexistían en Griffith o en los rusos).

Cabe preguntarse cuáles serán los referentes de la nueva hornada de cineastas chilenos que está llenando los multiplex de producciones locales, algunas de indudable interés. Remontarse a las fuentes no es sólo un ejercicio académico. Si nos gusta un filme, o un corpus cinematográfico, es la única manera de entender realmente lo que estamos viendo.

Hay grandes directores que cometieron el error de no interrogar a las fuentes. Wim Wenders, por ejemplo, reelaboró el universo de Dashiell Hammet -que corresponde al apogeo de la novela negra- como un estereotipado conjunto de lugares comunes amarrados con frases gangsteriles, sin olvidar la infaltable femme fatal, pero despojada de su función catalizadora. El alemán nunca se enteró de que en los años 30 y 40 el policial “duro” se leía como literatura realista, y que sus violentas escenas eran bastante representativas de la noche oscura en que estaba sumida Norteamérica.

Creo que el director de “Kiltro” no conoce realmente a Sergio Leone. No lo citó ni lo homenajeó, sino algo mucho peor: lo imitó. Y de la manera más superficial posible: “filmando primerísimos planos de rostros agrietados” y sampleando de forma estridente al mejor Morricone. Para entender a Leone hay que haber asimilado primero a Kurosawa, tal vez a Shakespeare y sin duda todo el barroco italiano. Y, claro, hay que saber contar una historia.

Luis Alberto Maira





Sunday, April 09, 2006

Recuerdos del futuro

Columna publicada en El Sur el 8 de abril de 2006

Por estos días el ministro de Hacienda, Andrés Velasco, ha lanzado un áspero ataque al negocio de las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP). Señaló que en el sector hay poca competencia, comisiones demasiado elevadas y, en general, una rentabilidad patrimonial de los operadores superior a la de otras empresas del sistema financiero.

La invectiva resulta consistente con el programa del actual gobierno y, desde luego, con el hecho de que ya esté sesionando una comisión, presidida por Mario Marcel, que abordará una futura reforma del sistema de pensiones. Sin duda, ahora se hablará mucho del tema, y los analistas y opinólogos de la cosa pública derrocharán afiladas y pertinentes reflexiones.

Todo perfecto y viento en popa. Excepto por algunas cuestiones implícitas que nada tienen que ver con el tema de fondo y mucho con su comunicación, su arribo (real o presunto, mediato o inmediato) al cielo de la opinión pública.

Puse las AFP como ejemplo de asuntos sobre los cuales la sociedad ya tiene formada una opinión definitiva desde hace mucho tiempo; temas que al ser puestos en la agenda política y mediática suenan poco novedosos, redundantes, como si se estuviera descubriendo la pólvora o repitiendo un mal chiste. Esto vale para todos los ámbitos y todas las carteras. Cualquier cosa que en lo sucesivo se vaya a decir, cuestionar y argumentar sobre, por ejemplo, el sistema de isapres, ya ha sido archidiscutido y zanjado en las sobremesas domingueras de los hogares chilenos, a la luz de la ingrata experiencia de tanta gente que se ha sentido tocada en algo tan esencial como el derecho a la salud.

Creo que aquí se está produciendo una supeditación que no es conveniente y que tal vez no sea deliberada sino inercial, herencia de épocas informativamente más cerradas.

Una cosa es la factibilidad política de abordar ciertos temas complejos con miras a la adopción de medidas concretas, y otra muy distinta es el tema como tal, que casi siempre preexiste en la sociedad como discurso y -ya lo creo- como realidad palpable para mucha gente.

En las postrimerías del gobierno de Ricardo Lagos hubo un gran debate sobre la distribución del ingreso. Los líderes de opinión abordaron el asunto como si fuera nuevo, recién descubierto, como si el fenómeno y su monstruosa desproporción se remontaran cuando mucho a dos o tres años.

Aquí claramente hay algunos canales cortados. Cuando los temas están archizanjados en la sociedad, deberían posicionarse rápidamente en la agenda pública. Pero ello no sucede: su arribo tarda años. Y no por mala fe de alguien. Simplemente, en Chile eso que se llama sociedad civil es una realidad incipiente, todavía débil, carente de masa crítica para que funcione adecuadamente y tenga cierta capacidad de bombeo.

La discusión de los temas acuciantes ha de ser multidimensional y partir en la base. Hoy, en la era de internet y la hiperinformación, esa sincronía es más posible que nunca.

Luis Alberto Maira

Monday, April 03, 2006

Un nuevo mundo

Columna publicada en El Sur el sábado 1 de abril

En Francia, los diputados acaban de aprobar una ley que penaliza las descargas de música y películas de internet. No sé si el texto legal ya pasó al Senado, pero sí que los castigos previstos son muy duros: desde multas equivalentes a 300 mil dólares hasta tres años de cárcel.

Leyes como ésta tienen un curioso efecto instantáneo: hacer de todo adolescente y veinteañero un delincuente en acto o en potencia. Mala cosa. Porque el lector, al igual que yo, probablemente no conoce a adolescentes o veinteañeros, incluidos los propios hijos, que no descarguen habitualmente -para uso personal, por cierto, y sin ánimo de lucro- música y películas de la red.

Actualmente, las multitiendas ofrecen una variedad casi infinita de reproductores mp3, el formato en el que, junto a otros menos populares, circula la música en internet. Al fabricar y vender estos dispositivos, ¿no están cohonestando los industriales las descargas ilegales? Tal vez no, pero sin duda vieron, antes de lanzarse a la masificación del nuevo chiche electrónico, un mercado en tumultuosa expansión. Quedaría en manos de los usuarios decidir la naturaleza y el origen de los archivos que colocarían en sus reproductores. Hasta el mismísimo Steve Jobs ha de haber contado con que los millones de compradores de su iPod llenarían esas memorias monstruosas, de varios gigas, con algo más que archivos descargados de iTunes previo pago con tarjeta de crédito.

Sin perjuicio de las forzosas consideraciones jurídicas, es un hecho incontrovertible que los jóvenes no sienten que estén haciendo algo cuestionable y potencialmente punible al descargar material de la red. Por ejemplo, los cibernautas que intercambian libros digitalizados aseguran que están reproduciendo, en internet, el sistema de préstamos de las bibliotecas, y que su actividad conduce inevitablemente a la compra del libro de papel, pero con más conocimiento del contenido. Pueden estar equivocados, pero lo que hacen es bastante representativo de las comunidades virtuales que se están formando en el núcleo duro de la red y que podrían definir su configuración futura y aun los nuevos modelos de negocios que allí prosperarán. No es improbable que el marketing directo tenga que reinventarse; pero la forma de buscar contenidos -ámbito donde Google parecía reinar sin contrapeso- ya está cambiando, y a pasos agigantados: cada vez es más la gente que opta por el "tagging", otra exitosa construcción colectiva, como la Wikipedia.

Estoy completamente a favor de la protección del derecho de autor, pero esa es una batalla que, en mi modesta opinión, debe librarse en una arena distinta de la red, que es un mundo nuevo, en plena transformación. Leyes como la francesa son palos de ciego penosamente analógicos; revelan un desconocimiento total de las directrices actuales de internet y de la titánica convergencia que allí está teniendo lugar. En el peor de los casos, hay que esperar un poco, hasta ver de qué manera va tomando forma el ígneo magma digital.

Luis Alberto Maira

Saturday, March 25, 2006

Cruzada personal

Columna publicada el 18 de marzo de 2006

Hace un par de días, antes de salir a trabajar, me quedé un rato viendo, en algún matinal, una pequeña entrevista a un juez de Puerto Montt que ha dado no poco que hablar en estos días. Se trata de don Manuel Pérez Sánchez, titular de un juzgado de policía local de esa ciudad, quien ha tenido algunos problemas porque en ocasiones se ha negado a dar curso a escritos plagados de faltas de ortografía y barbarismos.

No se trata de inocentes errores de digitación o de la ausencia de algún tilde travieso. Estamos hablando de escribir "taza de interés" por "tasa de interés", "seda el paso" por "ceda el paso" y (de antología) "mato grosso" por "grosso modo", entre otras lindezas.

La arista jurídica del asunto no da para mucho y reviste escaso interés. Es improbable que el escrúpulo ortográfico del juez vaya a influir en sus fallos. No se necesita ser demasiado agudo para entender el mensaje que el juez Pérez Sánchez está tratando de enviar a una sociedad que se ha vuelto progresivamente iletrada, e informal a niveles patológicos.

El juez es un lector empedernido, y le parece inaceptable que profesionales universitarios escriban y hablen villanamente la noble lengua de Cervantes. En la entrevista hizo extensivo el problema a gran parte de la población, y mencionó a los argentinos como un ejemplo a seguir en materia de amplitud de vocabulario y buen uso del idioma. Puedo dar fe de esto ultimo porque viví un tiempo en Buenos Aires.

No es casualidad que los argentinos hablen y escriban mejor que nosotros. Fue el primer país de la región en promulgar una ley de alfabetización. Ello explica que en el Río de la Plata, durante la primera mitad del siglo XX, se publicaran más diarios, revistas y libros que en ninguna otra parte de Hispanoamérica. De hecho, todavía hoy los quioscos son más grandes y variados en su oferta que los de Chile. Ni hablar de las librerías.

Uno de los últimos cruzados de la lengua, el español Alex Grijelmo, propone en un ensayo que tanto en la Península Ibérica como en América se ha perdido la vergüenza de escribir mal, como si se tratara de algo trivial y no denotativo de falencias educacionales. Esa impresión me quedó al escuchar las preguntas que la periodista le hacía en cámara al juez Pérez. Todo era como en broma, simpático, en el contexto de una nota periodística blanda, liviana. En general, el lenguaje descuidado, informal, coprolálico, carcelario casi, goza de buena prensa en nuestro país. He visto incluso unos dibujos animados nacionales cuyos personajes se expresan de esa manera arrabalera, dialectal, ruin.

En Chile tenemos la creencia errónea y extremadamente cómoda de que todo lo que está mal debe ser arreglado por el gobierno de turno. Nuestra decadencia lingüística se relaciona sólo parcialmente con el fracaso del modelo educacional implantado en Chile, y no se corrige con leyes ni reglamentos. Tiene que haber una mutación cultural. Es la sociedad civil, de manera espontánea y autónoma, la que debe idear la forma de revivir la cultura del libro y, por extensión, el pensamiento crítico y el buen decir.

Luis Alberto Maira

Tuesday, March 14, 2006

El idioma del agua

Publicado el 14 de marzo en El Sur

Hace poco, en una entrevista, el nuevo ministro de Hacienda, Andrés Velasco, dijo que el modelo económico ha funcionado bien y que cuenta con el apoyo de la mayoría de la población. Es una observación probablemente correcta, pero por una misteriosa razón que no sé verbalizar me resulta incómoda y tal vez excesivamente rotunda, sobre todo en este momento exultante en que el nuevo gobierno ya se ha instalado en La Moneda y el espíritu colectivo se hincha de esperanza e ilusión.

La aceptación mayoritaria del modelo económico presenta, como hipótesis, incluso como mero enunciado, varias zonas problemáticas y ambiguas. ¿Qué es lo que aceptan mayoritariamente los chilenos? ¿Una idea abstracta, idílica, de la economía social de mercado? ¿Un modo de producción, una realidad financiera, patrimonial? Difícil saberlo. Se me ocurre que ha de circular, en los confusos fueros internos de esas masas audiovisuales que no entienden lo que leen, una idea imprecisa, rudimentaria, del modelo, algo vagamente relacionado con la preeminencia de las empresas, sobre todo las grandes, en la producción de la riqueza, el nivel del empleo y los destinos del país.

Las nociones borrosas, inacabadas, dan para mucho; aguantan más que el papel. El modelo implementado en países con tan alto estándar de vida -y tan admirados por el gobierno saliente- como Finlandia y Nueva Zelanda, ¿tendrá algo que ver con el nuestro? Después de todo ¿no es finlandesa Nokia, esa gran empresa que conquistó el mundo, y no se filmó en Nueva Zelanda la saga “El señor de los Anillos”? Aquí entramos en un terreno pantanoso.

Pese a todo, sigo creyendo que la afirmación del ministro Velasco es, en lo fundamental, correcta. De manera tentativa, confusa e incompleta, la mayoría de la población apoya el modelo. Lo apoya sin saber muy bien qué apoya. Intuye, eso sí, que los beneficios del sistema tal vez no están llegando a todos los que debieran. Esta última intuición, brumosa, pre-verbal, pero intensa, y la convicción de que urge hacer algunas correcciones y que tal vez por primera vez en muchos años la justicia social puede ser algo real y tangible y no mera retórica, todo esto animó e hizo tan especial y emotivo el cambio de mando, los discursos y las ceremonias siguientes.

Los festejos han tenido una fuerte carga simbólica, y los símbolos y signos que han desfilado frente a nosotros plantean, creo, más de una paradoja. Por ejemplo, en el acto “Canta América Canta” artistas de izquierda (algunos de la vieja izquierda) hicieron las delicias de un público que, como ya hemos visto, apoya el modelo y que sin embargo pifió sin misericordia a Myriam Hernández, que es hija del modelo y que alguna vez trabajó por Lavín.

Cabe preguntarse si la cultura de la izquierda (sus expresiones artísticas, sobre todo), disociada ya de su correlato económico y social, no es más que una letanía vacía y nostálgica de algo que fue olvidado hace mucho y cuyas claves se perdieron, como “el idioma del agua” (Canto General).

Luis Alberto Maira

Chile profundo


Publicado en El Sur el 25 de febrero de 2006

En La Serena, en estos días, todo es paz y tranquilidad. El peak veraniego ya pasó. Y aunque el tiempo ha estado espectacular, con un sol cuyo beso se reanuda sin falta cada mañana, el grueso de los veraneantes ya emigró.

El descanso se perfecciona con un paseo al Valle del Elqui, cuyas vistas majestuosas rozan lo imposible. Por otro lado, la obra del hombre no deja de impresionar: el embalse Puclaro, con su vertiginoso mirador -suerte de muralla china a escala- y un arpa eólica que emite ininterrumpidamente una nota musical con un sospechoso matiz new age. Y, ya en pleno Valle, los geométricos parronales de la industria pisquera.

La onda esotérica y la palabrería holística informan el marketing no oficial del Valle. En Pisco Elqui almuerzo con mi familia en un restaurante pretendidamente macrobiótico y rústico, en el que, en realidad, se puede comer cualquier cosa, pero con los adjetivos "natural" e "integral", a veces puramente nominales. El dueño, un tipo joven, se disculpa de no aceptar pagos con tarjetas de crédito o Redbanc aduciendo que "estamos en el Chile profundo". Le perdono la frase, pensada, sin duda, para impresionar a gringos engrupidos -que abundan en el lugar-, porque el tipo me revela las coordenadas del mejor pisco de la zona, uno casi desconocido que todavía no está industrializado y que es completamente distinto de todo lo que uno ha probado. Por desgracia, el día expira y ya tenemos que volver a Serena: la búsqueda se suspende hasta otro momento, acaso hasta otro año.

La añoranza de todo lo anterior me muerde fuerte en Viña del Mar mientras me achicharro en el auto, en uno de los tantos tacos provocados por la locura del Festival. La ciudad está colapsada y la existencia extrafestivalera no es viable. El Festival nunca le ha dado tregua a esta ciudad que conoció tiempos mejores y menos saturados de ruido, propaganda desmesurada, impertinente marketing directo y todo aquello que puede afear para siempre una franja costera paradisíaca, donde el mar todavía conserva ese característico olor a yodo que no he sentido en ningún otro lugar marítimo del mundo.

Después de leer un libro sobre la vergonzosa década de los ochenta, me convenzo de que se podría escribir una historia completa, entre secreta y bufa, de esta ciudad, solamente a partir del Festival y su dudoso legado, fiesta odiada y amada que tiene una persistencia sólo comparable a la contaminación radiactiva.

Cubrí el Festival durante casi una década, y lo cierto es que todavía me estoy recuperando de ello. Es un ambiente duro, carnívoro, donde afrentas brutales como la inferida hace unos días a José Feliciano, por reporteros de ocasión que lo trataron casi de cadáver musical, son algo cotidiano. Ese placer ante la caducidad (real o presunta) del prójimo, y sobre todo de los que alguna vez gozaron del favor del público, es, para mí, el Chile profundo. Y no está en el Valle del Elqui, sino en el corazón de todas nuestras ciudades.

Luis Alberto Maira

El espía imperfecto

Publicado en El Sur el 18 de febrero de 2006

Después de ver "El jardinero fiel" -la estremecedora adaptación cinematográfica de la novela de John Le Carré- cabe preguntarse si no se ha producido ya un encuentro definitivo, ético y estético, entre la ficción y la no ficción. Las fisuras en el estatuto de ambos registros tal vez las provocó Truman Capote con "A sangre fría", obra señera cuya génesis dolorosa se recrea en un filme que ojalá nuestra oligofrénica cartelera no omita criminalmente, como suele hacer con casi todo lo que vale la pena.

Le Carré es el maestro indiscutido del género de espionaje y uno de los mejores prosistas ingleses (el aserto de seguro espantaría a la mayoría de los prejuiciosos críticos criollos, de sensibilidad estereotipada). "El jardinero fiel" no es su novela más lograda, pero sí la más furibunda. Mi punto es que perfectamente pudo no ser una novela sino un reportaje, tomando en cuenta el voltaje de su denuncia y la plausibilidad del contexto en que se desarrolla esta desgarrada historia de amor y pérdida. La conspiración que propone el autor (inhumana experimentación farmacéutica en Africa a cambio de medicamentos contra el sida) no suena precisamente a Michael Crichton, sino al diario de la mañana.

Entiendo que Le Carré fue espía. Ahora bien, el fin de la Guerra Fría, lejos de matar el género, como se esperaba, le inyectó una vitalidad dramática casi shakesperiana. Al mismo tiempo, lo infectó de verismo al hacer convivir la ficción con inevitables documentos reales, como las memorias de ex agentes de la KGB, MI6 y, últimamente, la CIA ("Syriana", gran libro y gran película, cuyo arribo también espero con ansias).

Hay que mirar con atención el género, ya que está lleno de claves de la realidad visible e invisible. Después de todo, ¿no fue la CIA la que engendró a Bin Laden? El dibujante de Batman acaba de declarar que en estos tiempos no tiene sentido que el encapuchado solipsista luche contra el Guasón, existiendo la amenaza mundial del terrorismo islámico. Amenaza que ha recrudecido en los últimos días luego del episodio de las caricaturas de Mahoma, supuestamente ofensivas, publicadas por unos pocos medios europeos. No deja de llamar la atención la tibia respuesta de la Unión Europea, por lo visto demasiado dispuesta a pedir perdón y aun a promover la censura legal para evitar futuras ofensas al Islam que pudieran resultar onerosas. En esa mansedumbre, que traiciona los más caros principios occidentales de convivencia -por ejemplo, la libertad de prensa- hay, sin duda, miedo a posibles atentados y, tal vez, indicios de decadencia cultural y política.

Curiosamente, el mundo árabe, en cuanto tema de debate, goza en Occidente del blindaje que da la pertenencia a los fétidos repertorios de la corrección política "progre". Ante esto, las atendibles filípicas de Oriana Fallaci, por ejemplo, sólo pueden ser desquiciadas y racistas. Europa -que presumiblemente aspira a ser algo más que un museo al aire libre para turistas yanquis- sacó, por lo visto, lecciones equivocadas del incidente.

Luis Alberto Maira

Nudos gordianos

(Publicada en El Sur el 7 de febero de 2006)

En una entrevista más o menos reciente, el senador Carlos Ominami confesaba que ahora, después de las elecciones, se sentía libre para decir ciertas cosas. La entrevista iba titulada con esa idea, cuya lógica interna en un principio me alarmó. ¿Es que hay cosas que se pueden decir en campaña y otras que no porque resultarían políticamente (o más bien electoralmente) onerosas? Por fortuna, no se refería a eso el senador, según creo.

En el fondo, estaba atestiguando el fin de una situación anómala que atravesó toda la transición; una obligación impuesta de manera implícita, pero implacable, por los poderes fácticos a los gobiernos de la Concertación y a sus parlamentarios y dirigentes: la “prueba de la blancura”.

Esto es, dar muestras visibles de cordura política, de gobernabilidad y, claro, de cierta ortodoxia económica que no desnaturalizara los fundamentos del modelo heredado. En un pasado harto cercano, el solo hecho de poner en el tapete ciertas ideas “progresistas” (en realidad, meras puestas al día respecto de lo que sucedía en el resto del mundo) producía escándalo y aparatosos rasgados de vestiduras, cuando no llamadas fatales y urgentes lobbies paralizantes. ¿Un ejemplo? El divorcio, que cuajó en una ley tan mediocre que, después de un año, en vez de entregar soluciones ha creado graves problemas procesales.

Creo que las declaraciones del senador, además, pintan un cuadro anticipatorio de los cambios político-culturales que pueden venir ya por decantación natural, ya por voluntad política y/o designio programático del gobierno de la presidenta Bachelet.

Un analista político cuyo nombre no recuerdo sostenía que en Chile -país que se ha acostumbrado a elecciones escasamente confrontacionales (aparte de roces aislados que fuera del contexto electoral tienen escasa relevancia) y con propuestas programáticas muy similares- la ciudadanía terminará votando de manera “antropológica”. Se ponían como ejemplo ciertos estados norteamericanos en que históricamente se ha votado demócrata o republicano. Es una tesis refutable, claro está, pero interesante. Rescato, en favor de ella, una noción que no proviene de la política, sino de la crónica pop: el carácter “ondero” de Chile. El entorno multigeneracional y cosmopolita de la presidenta Bachelet está fuertemente cohesionado en torno a ciertos valores culturales liberales que van mucho más allá de lo meramente político. Es gente “de una misma onda” (una crónica sostiene que se suelen juntar en el bar “Liguria”), más allá de las militancias, que puede ser algo accidental. Ahí está la verdadera novedad de esta naciente administración.

El golpe a la cátedra del flamante gabinete, y el malestar que ha provocado en algunos representantes del actual establishment político, es apenas un gallito preliminar en pos de algo que legítimamente quiere ser más que un “estilo de gobierno”, noción ya trivializada con el adjetivo “ciudadano”.

Como primera señal es auspiciosa, pero esta es una historia que recién comienza. Es un hermoso desafío, qué duda cabe.

Luis Alberto Maira

Wednesday, November 02, 2005

Cambio de look



La importancia exacerbada que se le atribuye hoy a la perfección física importa una cierta histeria colectiva y una grave confusión de valores culturales. El tema lo analicé ayer en mi columna de Diario El Sur.

Hace algunos días, Jorge Edwards comentaba el hecho -extemporáneo, tal vez, pero no inmerecido- de que lanzaran en París la edición francesa de uno de los clásicos del vilipendiado repertorio escolar chileno, "El niño que enloqueció de amor", de Eduardo Barrios. La "puesta en valor" (mise en valeur) es un ejercicio cien por ciento francés, que aquí deberíamos practicar de vez en cuando. Eduardo Barrios se suma a otro "hallazgo" más o menos reciente de los galos: Francisco Coloane, proveniente del mismo repertorio.

Más allá de la basura intelectual denunciada por Sokal y Bricmont, que por fortuna excluyó a Roland Barthes, podemos fiarnos del gusto literario francés. No es improbable que, pese al olvido en que la tenemos, la vieja literatura chilena goce de mejor salud que la actual. Es una generalización monstruosa, lo sé. Pero los franceses nos están diciendo algo, tal vez que tipos semiolvidados como Eduardo Barrios, Augusto D`Halmar, Fernando Santiván, etc., más allá de los anticuados códigos narrativos que utilizaban, son el producto de un momento lingüístico muy superior al actual.

Curiosamente, siempre me pareció mejor que "El niño que enloqueció de amor" un breve cuento epistolar que en algunas ediciones figuraba como apéndice del relato central. Se titulaba "Pobre feo" y era la historia de un tipo poco agraciado, casi deforme, que se enamoraba de una chica preciosa y vital que no le daba ni la hora. Como si lo anterior fuera poco, su enamorada tenía una hermanita diabólica que se burlaba de él con cierto género de crueldad que los niños practican con la precisión de un arte oriental. La teoría de fondo del relato era aterradora, una especie de determinismo apolíneo que condenaba a los transgresores de las leyes doradas a la soledad, la melancolía, el celibato y, casi, el escarnio público y la pena del garrote.

Lo feo siempre ha sido demonizado en Occidente, como lo prueban los "Caprichos" de Goya, esos perturbadores grabados donde brujas, alcahuetas y otros personajes abominables de la sociedad dieciochesca eran cubiertos con la infamia de una fealdad intolerable. El reduccionismo de los tiempos que corren no es menos cruel: la fealdad ya no es sinónimo de maldad, sino de escasa (por no decir nula) calidad de vida.

De ahí el éxito descomunal de esos programas televisivos que podríamos llamar "de metamorfosis". Al principio todo consistía en un inocente cambio de look mediante asesorías especializadas para enriquecer el guardarropa y modificar el peinado y en ocasiones la actitud frente a la vida. Pero eso no bastó. En poco tiempo llegamos a la era caníbal del "extreme makeover". En la televisión, el tiempo real sigue siendo un recurso narrativo de uso restringido, incluso en los realities. En sólo minutos, una mujer gorda, con cicatrices de 5 embarazos, melena de león, várices de hilandera y boca semidesdentada se transforma en una Barbie de ensueño. Sólo nos muestran casos exitosos y no nos enteramos de nada de lo que sucedió entremedio, como si las intervenciones quirúrgicas fueran equiparables al yoga o a los masajes tailandeses.

No es raro, entonces, que la gente esté desesperada por cambiar de look, y que en su frenesí (y en su pobreza) recurra a cualquier carnicero de los muchos disponibles, nacionales o extranjeros.