Saturday, March 25, 2006

Cruzada personal

Columna publicada el 18 de marzo de 2006

Hace un par de días, antes de salir a trabajar, me quedé un rato viendo, en algún matinal, una pequeña entrevista a un juez de Puerto Montt que ha dado no poco que hablar en estos días. Se trata de don Manuel Pérez Sánchez, titular de un juzgado de policía local de esa ciudad, quien ha tenido algunos problemas porque en ocasiones se ha negado a dar curso a escritos plagados de faltas de ortografía y barbarismos.

No se trata de inocentes errores de digitación o de la ausencia de algún tilde travieso. Estamos hablando de escribir "taza de interés" por "tasa de interés", "seda el paso" por "ceda el paso" y (de antología) "mato grosso" por "grosso modo", entre otras lindezas.

La arista jurídica del asunto no da para mucho y reviste escaso interés. Es improbable que el escrúpulo ortográfico del juez vaya a influir en sus fallos. No se necesita ser demasiado agudo para entender el mensaje que el juez Pérez Sánchez está tratando de enviar a una sociedad que se ha vuelto progresivamente iletrada, e informal a niveles patológicos.

El juez es un lector empedernido, y le parece inaceptable que profesionales universitarios escriban y hablen villanamente la noble lengua de Cervantes. En la entrevista hizo extensivo el problema a gran parte de la población, y mencionó a los argentinos como un ejemplo a seguir en materia de amplitud de vocabulario y buen uso del idioma. Puedo dar fe de esto ultimo porque viví un tiempo en Buenos Aires.

No es casualidad que los argentinos hablen y escriban mejor que nosotros. Fue el primer país de la región en promulgar una ley de alfabetización. Ello explica que en el Río de la Plata, durante la primera mitad del siglo XX, se publicaran más diarios, revistas y libros que en ninguna otra parte de Hispanoamérica. De hecho, todavía hoy los quioscos son más grandes y variados en su oferta que los de Chile. Ni hablar de las librerías.

Uno de los últimos cruzados de la lengua, el español Alex Grijelmo, propone en un ensayo que tanto en la Península Ibérica como en América se ha perdido la vergüenza de escribir mal, como si se tratara de algo trivial y no denotativo de falencias educacionales. Esa impresión me quedó al escuchar las preguntas que la periodista le hacía en cámara al juez Pérez. Todo era como en broma, simpático, en el contexto de una nota periodística blanda, liviana. En general, el lenguaje descuidado, informal, coprolálico, carcelario casi, goza de buena prensa en nuestro país. He visto incluso unos dibujos animados nacionales cuyos personajes se expresan de esa manera arrabalera, dialectal, ruin.

En Chile tenemos la creencia errónea y extremadamente cómoda de que todo lo que está mal debe ser arreglado por el gobierno de turno. Nuestra decadencia lingüística se relaciona sólo parcialmente con el fracaso del modelo educacional implantado en Chile, y no se corrige con leyes ni reglamentos. Tiene que haber una mutación cultural. Es la sociedad civil, de manera espontánea y autónoma, la que debe idear la forma de revivir la cultura del libro y, por extensión, el pensamiento crítico y el buen decir.

Luis Alberto Maira

Tuesday, March 14, 2006

El idioma del agua

Publicado el 14 de marzo en El Sur

Hace poco, en una entrevista, el nuevo ministro de Hacienda, Andrés Velasco, dijo que el modelo económico ha funcionado bien y que cuenta con el apoyo de la mayoría de la población. Es una observación probablemente correcta, pero por una misteriosa razón que no sé verbalizar me resulta incómoda y tal vez excesivamente rotunda, sobre todo en este momento exultante en que el nuevo gobierno ya se ha instalado en La Moneda y el espíritu colectivo se hincha de esperanza e ilusión.

La aceptación mayoritaria del modelo económico presenta, como hipótesis, incluso como mero enunciado, varias zonas problemáticas y ambiguas. ¿Qué es lo que aceptan mayoritariamente los chilenos? ¿Una idea abstracta, idílica, de la economía social de mercado? ¿Un modo de producción, una realidad financiera, patrimonial? Difícil saberlo. Se me ocurre que ha de circular, en los confusos fueros internos de esas masas audiovisuales que no entienden lo que leen, una idea imprecisa, rudimentaria, del modelo, algo vagamente relacionado con la preeminencia de las empresas, sobre todo las grandes, en la producción de la riqueza, el nivel del empleo y los destinos del país.

Las nociones borrosas, inacabadas, dan para mucho; aguantan más que el papel. El modelo implementado en países con tan alto estándar de vida -y tan admirados por el gobierno saliente- como Finlandia y Nueva Zelanda, ¿tendrá algo que ver con el nuestro? Después de todo ¿no es finlandesa Nokia, esa gran empresa que conquistó el mundo, y no se filmó en Nueva Zelanda la saga “El señor de los Anillos”? Aquí entramos en un terreno pantanoso.

Pese a todo, sigo creyendo que la afirmación del ministro Velasco es, en lo fundamental, correcta. De manera tentativa, confusa e incompleta, la mayoría de la población apoya el modelo. Lo apoya sin saber muy bien qué apoya. Intuye, eso sí, que los beneficios del sistema tal vez no están llegando a todos los que debieran. Esta última intuición, brumosa, pre-verbal, pero intensa, y la convicción de que urge hacer algunas correcciones y que tal vez por primera vez en muchos años la justicia social puede ser algo real y tangible y no mera retórica, todo esto animó e hizo tan especial y emotivo el cambio de mando, los discursos y las ceremonias siguientes.

Los festejos han tenido una fuerte carga simbólica, y los símbolos y signos que han desfilado frente a nosotros plantean, creo, más de una paradoja. Por ejemplo, en el acto “Canta América Canta” artistas de izquierda (algunos de la vieja izquierda) hicieron las delicias de un público que, como ya hemos visto, apoya el modelo y que sin embargo pifió sin misericordia a Myriam Hernández, que es hija del modelo y que alguna vez trabajó por Lavín.

Cabe preguntarse si la cultura de la izquierda (sus expresiones artísticas, sobre todo), disociada ya de su correlato económico y social, no es más que una letanía vacía y nostálgica de algo que fue olvidado hace mucho y cuyas claves se perdieron, como “el idioma del agua” (Canto General).

Luis Alberto Maira

Chile profundo


Publicado en El Sur el 25 de febrero de 2006

En La Serena, en estos días, todo es paz y tranquilidad. El peak veraniego ya pasó. Y aunque el tiempo ha estado espectacular, con un sol cuyo beso se reanuda sin falta cada mañana, el grueso de los veraneantes ya emigró.

El descanso se perfecciona con un paseo al Valle del Elqui, cuyas vistas majestuosas rozan lo imposible. Por otro lado, la obra del hombre no deja de impresionar: el embalse Puclaro, con su vertiginoso mirador -suerte de muralla china a escala- y un arpa eólica que emite ininterrumpidamente una nota musical con un sospechoso matiz new age. Y, ya en pleno Valle, los geométricos parronales de la industria pisquera.

La onda esotérica y la palabrería holística informan el marketing no oficial del Valle. En Pisco Elqui almuerzo con mi familia en un restaurante pretendidamente macrobiótico y rústico, en el que, en realidad, se puede comer cualquier cosa, pero con los adjetivos "natural" e "integral", a veces puramente nominales. El dueño, un tipo joven, se disculpa de no aceptar pagos con tarjetas de crédito o Redbanc aduciendo que "estamos en el Chile profundo". Le perdono la frase, pensada, sin duda, para impresionar a gringos engrupidos -que abundan en el lugar-, porque el tipo me revela las coordenadas del mejor pisco de la zona, uno casi desconocido que todavía no está industrializado y que es completamente distinto de todo lo que uno ha probado. Por desgracia, el día expira y ya tenemos que volver a Serena: la búsqueda se suspende hasta otro momento, acaso hasta otro año.

La añoranza de todo lo anterior me muerde fuerte en Viña del Mar mientras me achicharro en el auto, en uno de los tantos tacos provocados por la locura del Festival. La ciudad está colapsada y la existencia extrafestivalera no es viable. El Festival nunca le ha dado tregua a esta ciudad que conoció tiempos mejores y menos saturados de ruido, propaganda desmesurada, impertinente marketing directo y todo aquello que puede afear para siempre una franja costera paradisíaca, donde el mar todavía conserva ese característico olor a yodo que no he sentido en ningún otro lugar marítimo del mundo.

Después de leer un libro sobre la vergonzosa década de los ochenta, me convenzo de que se podría escribir una historia completa, entre secreta y bufa, de esta ciudad, solamente a partir del Festival y su dudoso legado, fiesta odiada y amada que tiene una persistencia sólo comparable a la contaminación radiactiva.

Cubrí el Festival durante casi una década, y lo cierto es que todavía me estoy recuperando de ello. Es un ambiente duro, carnívoro, donde afrentas brutales como la inferida hace unos días a José Feliciano, por reporteros de ocasión que lo trataron casi de cadáver musical, son algo cotidiano. Ese placer ante la caducidad (real o presunta) del prójimo, y sobre todo de los que alguna vez gozaron del favor del público, es, para mí, el Chile profundo. Y no está en el Valle del Elqui, sino en el corazón de todas nuestras ciudades.

Luis Alberto Maira

El espía imperfecto

Publicado en El Sur el 18 de febrero de 2006

Después de ver "El jardinero fiel" -la estremecedora adaptación cinematográfica de la novela de John Le Carré- cabe preguntarse si no se ha producido ya un encuentro definitivo, ético y estético, entre la ficción y la no ficción. Las fisuras en el estatuto de ambos registros tal vez las provocó Truman Capote con "A sangre fría", obra señera cuya génesis dolorosa se recrea en un filme que ojalá nuestra oligofrénica cartelera no omita criminalmente, como suele hacer con casi todo lo que vale la pena.

Le Carré es el maestro indiscutido del género de espionaje y uno de los mejores prosistas ingleses (el aserto de seguro espantaría a la mayoría de los prejuiciosos críticos criollos, de sensibilidad estereotipada). "El jardinero fiel" no es su novela más lograda, pero sí la más furibunda. Mi punto es que perfectamente pudo no ser una novela sino un reportaje, tomando en cuenta el voltaje de su denuncia y la plausibilidad del contexto en que se desarrolla esta desgarrada historia de amor y pérdida. La conspiración que propone el autor (inhumana experimentación farmacéutica en Africa a cambio de medicamentos contra el sida) no suena precisamente a Michael Crichton, sino al diario de la mañana.

Entiendo que Le Carré fue espía. Ahora bien, el fin de la Guerra Fría, lejos de matar el género, como se esperaba, le inyectó una vitalidad dramática casi shakesperiana. Al mismo tiempo, lo infectó de verismo al hacer convivir la ficción con inevitables documentos reales, como las memorias de ex agentes de la KGB, MI6 y, últimamente, la CIA ("Syriana", gran libro y gran película, cuyo arribo también espero con ansias).

Hay que mirar con atención el género, ya que está lleno de claves de la realidad visible e invisible. Después de todo, ¿no fue la CIA la que engendró a Bin Laden? El dibujante de Batman acaba de declarar que en estos tiempos no tiene sentido que el encapuchado solipsista luche contra el Guasón, existiendo la amenaza mundial del terrorismo islámico. Amenaza que ha recrudecido en los últimos días luego del episodio de las caricaturas de Mahoma, supuestamente ofensivas, publicadas por unos pocos medios europeos. No deja de llamar la atención la tibia respuesta de la Unión Europea, por lo visto demasiado dispuesta a pedir perdón y aun a promover la censura legal para evitar futuras ofensas al Islam que pudieran resultar onerosas. En esa mansedumbre, que traiciona los más caros principios occidentales de convivencia -por ejemplo, la libertad de prensa- hay, sin duda, miedo a posibles atentados y, tal vez, indicios de decadencia cultural y política.

Curiosamente, el mundo árabe, en cuanto tema de debate, goza en Occidente del blindaje que da la pertenencia a los fétidos repertorios de la corrección política "progre". Ante esto, las atendibles filípicas de Oriana Fallaci, por ejemplo, sólo pueden ser desquiciadas y racistas. Europa -que presumiblemente aspira a ser algo más que un museo al aire libre para turistas yanquis- sacó, por lo visto, lecciones equivocadas del incidente.

Luis Alberto Maira

Nudos gordianos

(Publicada en El Sur el 7 de febero de 2006)

En una entrevista más o menos reciente, el senador Carlos Ominami confesaba que ahora, después de las elecciones, se sentía libre para decir ciertas cosas. La entrevista iba titulada con esa idea, cuya lógica interna en un principio me alarmó. ¿Es que hay cosas que se pueden decir en campaña y otras que no porque resultarían políticamente (o más bien electoralmente) onerosas? Por fortuna, no se refería a eso el senador, según creo.

En el fondo, estaba atestiguando el fin de una situación anómala que atravesó toda la transición; una obligación impuesta de manera implícita, pero implacable, por los poderes fácticos a los gobiernos de la Concertación y a sus parlamentarios y dirigentes: la “prueba de la blancura”.

Esto es, dar muestras visibles de cordura política, de gobernabilidad y, claro, de cierta ortodoxia económica que no desnaturalizara los fundamentos del modelo heredado. En un pasado harto cercano, el solo hecho de poner en el tapete ciertas ideas “progresistas” (en realidad, meras puestas al día respecto de lo que sucedía en el resto del mundo) producía escándalo y aparatosos rasgados de vestiduras, cuando no llamadas fatales y urgentes lobbies paralizantes. ¿Un ejemplo? El divorcio, que cuajó en una ley tan mediocre que, después de un año, en vez de entregar soluciones ha creado graves problemas procesales.

Creo que las declaraciones del senador, además, pintan un cuadro anticipatorio de los cambios político-culturales que pueden venir ya por decantación natural, ya por voluntad política y/o designio programático del gobierno de la presidenta Bachelet.

Un analista político cuyo nombre no recuerdo sostenía que en Chile -país que se ha acostumbrado a elecciones escasamente confrontacionales (aparte de roces aislados que fuera del contexto electoral tienen escasa relevancia) y con propuestas programáticas muy similares- la ciudadanía terminará votando de manera “antropológica”. Se ponían como ejemplo ciertos estados norteamericanos en que históricamente se ha votado demócrata o republicano. Es una tesis refutable, claro está, pero interesante. Rescato, en favor de ella, una noción que no proviene de la política, sino de la crónica pop: el carácter “ondero” de Chile. El entorno multigeneracional y cosmopolita de la presidenta Bachelet está fuertemente cohesionado en torno a ciertos valores culturales liberales que van mucho más allá de lo meramente político. Es gente “de una misma onda” (una crónica sostiene que se suelen juntar en el bar “Liguria”), más allá de las militancias, que puede ser algo accidental. Ahí está la verdadera novedad de esta naciente administración.

El golpe a la cátedra del flamante gabinete, y el malestar que ha provocado en algunos representantes del actual establishment político, es apenas un gallito preliminar en pos de algo que legítimamente quiere ser más que un “estilo de gobierno”, noción ya trivializada con el adjetivo “ciudadano”.

Como primera señal es auspiciosa, pero esta es una historia que recién comienza. Es un hermoso desafío, qué duda cabe.

Luis Alberto Maira