Saturday, May 06, 2006

El mundo es plano

Hace algunos días, zapeando sin rumbo -y a altas horas de la madrugada- en la marea catódica, me detuve un instante en el canal francés TV5. Estaban dando algo que forzosamente tendríamos que llamar "sitcom".

No faltaba ninguno de los elementos característicos del género. Mi dominio del francés es precario, por no decir nulo, pero creí percibir alguna semejanza con la ya legendaria "Seinfeld", una que otra pincelada de "Matrimonio con hijos" y detalles de otros shows por el estilo. No mencionaría todo esto si las carcajadas grabadas, típicas de la comedia televisiva yanqui, no me hubieran provocado una sensación extraña, inconfortable, cercana a la pena.

El hecho me detonó una serie de asociaciones y recuerdos, no tan ricos, desde luego, como los de Marcel cuando moja la magdalena en el té, en el primer tomo de "En busca del tiempo perdido".

Recordé, por ejemplo, una tarde en un vagón del metro de París. La travesía hacia Gare du Nord, para comprar un pasaje de tren a Inglaterra, era tranquila; hasta que entró un ruidoso grupo de jóvenes raperos, con las típicas vestimentas de los afroamericanos marginales y la infaltable, gigantesca, estridente radio portátil al hombro. Todos parecían ser veinteañeros franceses de clase media, y trataban de rapear y bailar algo en inglés.

Recuerdo que pensé que se veían ridículos. Tan ridículos como se verían cantando y zapateando una "cueca chora".

Siempre admiré la cultura francesa, sobre todo a través de la literatura y del cine. Me parecía que los franceses -que alguna vez fueron faro de la civilización y cumbre de las letras y del pensamientoeran dueños, hasta hoy, de una cosmovisión propia y de una identidad irreductible, en absoluto americanizable. El "intelectual" -como recuerda un articulista inglés en el suplemento literario del "Times"- es una especie completamente originaria de la fauna parisina. Hay tantos, que se hizo necesario agruparlos en un diccionario. En los países de habla inglesa, en cambio, los intelectuales escasean, o tratan de pasar inadvertidos. Tienen una fuerte gravitación hacia el pragmatismo y una reticencia ancestral a las abstracciones evanescentes que tanto seducen al "homme de lettres".

Pensaba, y pienso todavía, que los franceses no necesitan hacer sitcoms con risas grabadas (y con un sentido de lo hilarante que, como se explica en "Ridicule", de Patrice Leconte, les es ajeno). Tienen sus propias tradiciones narrativas y, al fin y al cabo, una cultura colosal a la que echar mano. Pero Eurodisney ya había sido un síntoma alarmante, lo mismo que las superproducciones cinematográficas al estilo yanqui de Luc Besson.

El lado oscuro de la globalización es la monocultura, que avanza como una plaga de langostas, dejando descampados infinitos en los que construir malls y food courts. Como lo afirma el gurú de la globalización Thomas L. Friedman en su reciente libro sobre Bangalore (el Silicon Valley indio), el mundo volvió a ser plano.

Habrá que resignarse.

Luis Alberto Maira

La tiranía de las influencias

Recopilando y revisando -y, algunas veces, releyendo- bibliografía sobre Sergio Leone, me queda dando vueltas en la cabeza, entre tanto crítico ilustre lujosamente editado en Barcelona, una observación del anónimo administrador de una página web modesta pero devota: “Todo cineasta quiere ser (en algún momento, o siempre) Sergio Leone.

Todos quieren filmar primerísimos planos de rostros agrietados; todos quieren tener a un Ennio Morricone que les componga un puñado de partituras inolvidables”.

Es una verdad que cualquier cinéfilo con un mínimo de adicción puede rubricar. La prueba más reciente es la celebrada primera cinta chilena de artes marciales, “Kiltro”, que ha sido recibida por la crítica con un entusiasmo inexplicable. No sé si Tarantino fue el primero en mezclar las patadas orientales con las melancólicas guitarras y las imperiosas trompetas (que señalan el inminente encuentro con el destino) de los “spaghetti westerns”. Pero está claro que la sabrosa cazuela que el talentoso Quentin supo preparar con los recuerdos de las cintas que devoraba cuando era dependiente de un videoclub, animó a nuestro compatriota no ya a citar al maestro italiano, sino a desvalijarlo de manera indecorosa. (Recordé, tal vez por la referencia a Italia, el criticado comienzo de la novela “El péndulo de Foucault”, en que Umberto Eco roba sin asco la frase central de la narrativa borgeana: el momento en que se revela -al hablante y también al lector- el punto Aleph).

Un viejo crítico chileno fallecido hace un par de décadas solía reírse de sus colegas más jóvenes e indocumentados, que creían que el cine había comenzado poco menos que con Martin Scorsese. Lo cierto es que ni siquiera comenzó con Orson Welles, como creen los más doctos (muchos de sus trucos narrativos preexistían en Griffith o en los rusos).

Cabe preguntarse cuáles serán los referentes de la nueva hornada de cineastas chilenos que está llenando los multiplex de producciones locales, algunas de indudable interés. Remontarse a las fuentes no es sólo un ejercicio académico. Si nos gusta un filme, o un corpus cinematográfico, es la única manera de entender realmente lo que estamos viendo.

Hay grandes directores que cometieron el error de no interrogar a las fuentes. Wim Wenders, por ejemplo, reelaboró el universo de Dashiell Hammet -que corresponde al apogeo de la novela negra- como un estereotipado conjunto de lugares comunes amarrados con frases gangsteriles, sin olvidar la infaltable femme fatal, pero despojada de su función catalizadora. El alemán nunca se enteró de que en los años 30 y 40 el policial “duro” se leía como literatura realista, y que sus violentas escenas eran bastante representativas de la noche oscura en que estaba sumida Norteamérica.

Creo que el director de “Kiltro” no conoce realmente a Sergio Leone. No lo citó ni lo homenajeó, sino algo mucho peor: lo imitó. Y de la manera más superficial posible: “filmando primerísimos planos de rostros agrietados” y sampleando de forma estridente al mejor Morricone. Para entender a Leone hay que haber asimilado primero a Kurosawa, tal vez a Shakespeare y sin duda todo el barroco italiano. Y, claro, hay que saber contar una historia.

Luis Alberto Maira